La anciana estaba sentada en una silla de tijera de tela a franjas verticales blancas y azules. Los pies, descalzos sobre la arena. Las zapatillas descuidadas a un lado. Con una mano aferraba el mango de su muleta. La otra, la izquierda, reposaba en el regazo, un poco de lado. Su vestido era negro, salpicado con multitud de lunares blancos. La sombrilla proyectaba su sombra sobre ella y la brisa le acariciaba el rostro. Su gesto era tranquilo, inmóvil, quieto como sólo un anciano sabe. La mirada, fija en algún punto del horizonte.
Pensé que se encontraba ensimismada o anticipando la siesta a deshora, así que seguí la dirección de sus ojos, avancé sobre las algas de la orilla, las olas que rompían sin violencia, la superficie sinuosa y, al llegar a la línea que separa el mundo visible del supuesto, vi un barco, un pequeño velero de un palo y dos paños extendidos al viento.
-¿Con que era eso lo que mirabas? -me pregunté.
Quise creer que no era el pequeño navío lo que ella veía porque eso era demasiado real y evidente. En sus acuosos ojos azules como el cielo de ese mismo día yo deseé ver la poesía de un recuerdo, una travesía a tiempos pasados. Quise ver a una hermosa mujer acodada en la cubierta de un buque, puede que de vapor, que marchaba de España, ¿a la Argentina?, donde conocería a un exiliado, amargado pero amable, que aún albergara deseos de amar. Acaso ella los correspondiera, acaso él muriera después de una noche de pasión en una refriega anarquista, acaso ella se manchara con su sangre los labios en una definitiva despedida, acaso...
El velero, haciendo equilibrios sobre la lejana línea del horizonte, desapareció de nuestra vista, ocultado por un farallón que protegía el puerto de pescadores. Miré a la anciana y la anciana no estaba. La silla sí, vacía, de cara al mar, prueba irrefutable de una presencia y posterior ausencia.
Hize por ver una metáfora del tiempo. La anciana dejaba paso a otro en su mirador. Imaginé que me levantaba de mi silla y me sentaba en la suya de franjas verticales blancas y azules que miraba al horizonte hasta encontrar un barco; que recordaba esa parte de mi biografía que, de tan lejana, dudaba si fue real o ensueño; que...
No me moví de mi sitio en cambio. La brisa acariciaba mi rostro y el rumor del mar me adormecía serenamente. Ni siquiera me di cuenta de cómo recogían la sombrilla que resguardaba a la anciana, de cómo plegaban su silla, de cómo se marchaban. Sólo vi el espacio vacío en su lugar un instante después.
Aprecié las huellas paralelas que dejó su asiento. Vi las huellas de sus pequeños pies. Un socorrista pasó sobre todas ellas montado en su bicicleta mountabike. Cada pedalada rompía la magia del momento con feliz ignorancia.
Miré el mar. Muy al fondo quise ver, me forcé a ello incluso, la huella húmeda de su mirada. Una mujer acodada en la cubierta de un barco, seguro ahora que era de vapor, regresaba a España, ¿desde la Argentina? Lloraba y el viento hacía ondear su pañuelo de seda como la enseña del navío.
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