jueves, 2 de julio de 2009

Un sencillo y conmovedor gesto

Camino por la calle con prisa, ajeno a todo salvo a mí mismo y procurando no chocar contra la gente, que también va a lo suyo.
Me cruzo con un hombre, de cincuenta y tantos años, que hace un gesto despectivo de despedida a una mujer, se da la vuelta y se aleja, parece que enfadado, con paso decidido, de ella. Pienso: ¡Eso es dar la espalda a alguien!
Yo ya he dado varios pasos más. Escucho a la mujer, a dos metros delante de mí, decir "adiós". Su cara, en ese momento, no me parece afectada por el desplante del hombre. Cuando estoy a su altura, un segundo después, la mujer, también en sus cincuenta, gruesa, ataviada con un largo vestido rojo, muy alegre, con el rostro maquillado del mismo color que el vestido o es así por culpa del calor, no sé, se lleva la mano izquierda, creo que era la izquierda, a la boca y, rompiendo a llorar, dice: "hasta luego".
El sencillo gesto de la mano, el "hasta luego" y el llanto roto después de decir un adiós que no parecía afectado, todo en una fracción de segundo, me rompen el alma en un instante.
A mi mente llegan inmediatos significados posibles a la reacción de la mujer y aún no me he alejado de ella más que unos pasos. Y pienso que de repente, después del adiós y antes del hasta luego, se ha dado cuenta de que se queda sola; de que el adiós del que parece su compañero es definitivo y su vida, en un abrir y cerrar de ojos, se ha llenado de soledad y desdicha; de que en mitad de la calle sin intimidad alguna ante los ojos ciegos de la gente, el desastre y el abatimiento se han cebado dentro de su vestido rojo y la han roto el corazón para siempre; de que un minuto después, un día más tarde o un año o siempre, su hombre no estará a su lado.
Un segundo de llanto apenas he presenciado de una mujer desconocida y me ha conmovido profundamente. Quiero deshacer mis pasos y consolarla. Sin embargo, ya es tarde. He dado la vuelta a la esquina y ya no forma parte de mi realidad, de mi mundo. Me he alejado completamente de ella y de su tristeza, de toda su existencia. Ya no existe para mí porque he andado los pasos suficientes para perderla de vista. En un rato la habré olvidado y, si no hubiese escrito estas líneas, el rato al que me refiero habría sido minúsculo.
Pienso, aún profundamente afectado: nadie debería llorar. Luego, rectifico: nadie debería tener motivos para llorar. Después, completo: Y si los tiene y ha de llorar, que siempre haya alguien a su lado y le dé consuelo.

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