Llegan más pateras, ataúdes que flotan, que traen en sus cubiertas de madera podrida una extraña mezcla de ilusiones, pobreza, esperanza, frustración, deseos, miedo, angustia, anhelos, pasado y futuro. Todo ello puede verse en los brillantes ojos negros de los que consiguen tocar costa, ganarse por unos momentos una manta roja y un poco de agua. Después, serán devueltos al país que les dejó marchar cómplice de su aventura y de su desgracia, para negocio de unos pocos sin alma.
El Primer Mundo es un reclamo, cantos de sirena para Ulises de piel negra que dejan atrás sus tradiciones, sus familias, el progreso negado a su tierra, sus ancestros. Pero también le dan la espalda al hambre, a la ociosidad forzosa, al miedo a los tiranos, a la corrupción, a la falta de escrúpulos, al SIDA, al reclutamiento forzoso en ejércitos de drogadictos implacables. Dejan atrás el efímero valor de una vida.
El Tercer Mundo desea codiciar lo mismo que acapara el mundo rico: la despreocupación de la opulencia, de las oportunidades, del porvenir brillante pleno de opciones, todas buenas y al acance del teléfono móvil.
El mundo rico pierde hoy sus valores. El mundo pobre también al querer ser como el mundo rico. Todos pierden.
Con cada patera que llega a la costa, todos perdemos. Los que vivimos al margen de los cayucos quizá perdemos algo de nuestra dignidad y no es poca cosa. Los que consiguen traspasar el muro de uniformes y alcanzan las calles, pierden sus rasgos humanos para convertirse en sombras de miedo. Los otros, los que no lo consiguen, pierden la vida en un mar del que ya sólo compartimos un nombre escrito en una lengua muerta: Mare Nostrum.
Las pateras son un agujero por donde se derrama la esencia humana. Y si no somos capaces de taponar la herida, el ser humano será cada vez más insignificante y su legado más triste.